jueves, enero 08, 2015

"Las Uvas del Tiempo" (De Otros Autores)...

Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como que todos tienen su madre cerca...

¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo,
y el recuerdo es un año pasado que se queda.

Si vieras, si escucharas este alboroto:
hay hombres vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes, cencerros y cornetas;
el hálito canalla de las mujeres ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.

Ésta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda,
para olvidar que hay alguien que está cerrando un libro,
para no ver la periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
porque lo que sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una pérdida.

Aquí es de tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncie que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la Noche Vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡Feliz Año!,
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad;
la alegría de cada cual va sola,
y la tristeza del que está al margen del tumulto
acusa lo inevitable de la casa ajena.

¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes
sin conocerse, con la buena nueva!
Las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen cosas de honda fortaleza:
«¡Venid compadre, que las horas pasan;
pero aprendamos a pasar con ellas!»
Y el cañonazo en la planicie,
y el himno nacional desde la iglesia,
y el amigo que viene a saludarnos:
«-feliz año, señores», y los criados que llegan
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.

Y el beso familiar a medianoche:
«-La bendición, mi madre»
«-Que el Señor te proteja...»
Y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado,
y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa.
¡Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia!

¡Mi casona oriental!
Aquella casa con claustros coloniales,
portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca,
mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los rein
os de la Naturaleza.
Al lado, el gran corral, donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia;
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas
.

Bajo el parral hay un estanque;
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.

Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus telas blancas,
sordas a la canción de las abejas...

Y ahora, madre, que tan solo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo la uva de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.

Y ahora me pregunto:
¿Por qué razón estoy yo aquí?
¿Qué fuerza pudo más que tu amor,
que me llevaba a la dulce anonimia de tu puerta?
¡Oh miserable vara que nos mides!
¡El Renombre, la Gloria..., pobre cosa pequeña!
¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!

Y ésta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino.
¿Dónde hallaré camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre; la vereda que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas,
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, muchachas de la aldea,
hombres que dicen: «Buenos días, niño»,
y el queso que me guardas siempre para merienda?
Esa es la Gloria, madre, para un hombre
que se llamó fray Luis y era poeta.

¡Oh mi casa sin críticos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una reina!
¿Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuelas?
Tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti, yo soy grande; cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas...
¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando,
y el momento de irnos está cerca,
y no pensamos que se pierde todo!

¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta
y en la última uva libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza,
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar en tus ojeras,
y manos pulcras, y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva;
que eres hermosa, madre, todavía,
y yo estoy loco por estar de vuelta,
porque tú eres la Gloria de mis años
y no quiero volver cuando estés vieja!...

Uvas del Tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca,
¡cómo me pierdo, madre, en los caminos
hacia la devoción de tu vereda!
Y en esta algarabía de la ciudad borracha,
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses,
yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.

Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca,
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta...
Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas,
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la Noche Vieja.



Del poeta venezolano: Andrés Eloy Blanco








Declamación:
Las Uvas del Tiempo

"Poema Casi Infantil" (De Otros Autores)...

Noche de plenilunio.
Las sarmentosas manos del abuelo,
tejen una caricia de ochenta años
sobre los rubios bucles de su nieto.

Borrachera de paz en la alquería.
Ambos miran al cielo:
el pequeño jugando con estrellas
y el anciano jugando con misterios.

De pronto, levemente,
como el roce de un ala sobre el viento,
una voz infantil le hace cosquillas
al solemne silencio:
Cuéntame un cuento, abuelo;
o mejor, una historia,
una de esas que tú llamas recuerdos;
una historia de amor
con imposibles, con flores
y con versos.

No me digas que no.
Cuéntame, abuelo,
¿qué cosa es una madre?
¿qué es un beso ?
¿y a qué llaman recuerdo?

Las sarmentosas manos del anciano
aquietaron su vuelo.
El corazón aceleró su ritmo,
la sangre subió incendios al cerebro,
y aquella noche azul de plenilunio
cuajada de asteroides y luceros,
a una infantil pregunta de diez años
temblaron los ochenta del abuelo. 

Mas era necesaria una respuesta.
En sus rodillas la exigía el nieto,
esa pequeña humanidad curiosa
que por contar luciérnagas de cielo,
dejó los claros ojos tan abiertos
que el mismo sueño se escapó por ellos.
 
Era una vez,
no sé ya cuántos años,
-con voz cansada, comenzó el abuelo- 
era una noche así como esta noche:
ronda de luna en torno de los sueños,
arriba un surtidor hecho de estrellas,
abajo un carrusel de limoneros;
y dejando volar la fantasía
sin medida y sin freno,
ya jugaba a enlazar constelaciones
con la soga sutil del pensamiento.

Era una noche quieta y silenciosa,
la calma se abría en círculos concéntricos. 
Sufrían de mudez todas las flores
y de aguda "parálisis el viento".
Era tanto el sosiego aquella noche,
tan estático estaba el universo,
que pensé que los seres y las cosas
solo eran variedades del silencio.

Yo miraba hacia el cielo como ahora,
pero un distinto empeño
me incitaba a efectuar triangulaciones,
con vértices brillantes de luceros. 

No medía la altura con el alma,
la quería medir con el cerebro.
Barajaba teorías de Aristóteles,
después de Ptolomeo,
me sentía girando en el espacio
según el pensamiento de Copérnico;
calculaba las áreas barridas
por las leyes de Brahe y de Keplero,
y en eterno zumbido de colmena
me parecía que en el firmamento,
obedeciendo a la atracción de Newton
revoloteaba todo el universo.

Y pensaba, buscando elongaciones,
trazando elipses, 
calculando excéntricas,
si no eran más felices los salvajes,
aquella tribu Thonga, por ejemplo,
que creía que el sol tan solo era
un reflejo de mar que iba ascendiendo.

Esa noche, pequeño, meditaba,
pero de pronto, el viento
se rompió con el ruido de unos pasos
que venían del huerto
y tu futura madre, de veinte años,
saltó sobre los bordes del silencio.

Era así, como tú: ojos azules
como dos lagos bajo el mismo cielo.
El meridiano del clavel cruzaba
por sus labios pequeños,
y la luna o el sol
tenían algo que ver con sus cabellos.

Fue una tarde de mayo ,
el surco estaba rendido de silencio,
y casi se escuchaba en la semilla
la gestación a un paso del misterio. 

Se sentó en mis rodillas,
crucificó mi vida con sus besos,
me miró muchas veces,
y con voz dulce como los ciruelos,
padre, me dijo,
alguien me pisa el corazón por dentro.

Ya le siento en la sangre
jugando a solas con mi sufrimiento;
ya sé que ha de venir,
oigo su risa
galopando en el tiempo. 

Ha de tener los ojos tan azules
como las tardes en el mes de enero.
No importa, padre, que me duela el alma,
que se rompa mi llanto en mil espejos;
que por mirar el sol sobre el paisaje
él ignore mi cruel desgarramiento. 

Para que no le hieran las espinas
yo sabré ser un copo de silencio.
Nunca le cuentes que lloré en su ausencia
para que no comparta mi tormento.
Dile que fui feliz, que el esperarle
fue tan sencillo como un bello cuento.

Si le has de hablar de mí,
nunca le empañes con el llanto el recuerdo;
dile que fue mi juventud más bella
al presentir su aliento. 
No le cuentes mis horas de fatiga
que él no tiene la culpa de mi anhelo. 

Durante nueve meses vi en sus ojos
tus ojos, mi pequeño. 
Contemplaba sus trenzas y veía
los bucles de mi nieto. 
Tu futuro veía por su angustia
con gajos de silencio.

Y llegaste por fin. 
Mediaba enero.
La misma fecha en que tu madre entraba
a la juguetería del cielo,
para decirle a Dios que te mandara
el trompo de un lucero.

Por pintar el azul de tus pupilas,
ella cerró las suyas sin recelo,
para que tú gritaras
amordazó su aliento,
y para que tu risa fuera roja
sufrió en la suya palidez de hielo.

Ella era buena y se durmió soñando
que el fruto de su angustia sería bueno.
Pero duérmete ya. La noche avanza .
No le hagas más preguntas al abuelo.


Un día crecerás y la existencia
te contará con sangre muchos cuentos.
Entonces, con el alma lacerada,
en carne viva aprenderás, pequeño,
¡Qué cosa es una madre!
¡Qué es un beso!
¡Y a qué llaman recuerdo! 

Las sarmentosas manos del anciano
reanudaron el vuelo.
El corazón normalizó su ritmo,
la sangre apagó incendios del cerebro. 


Y aquella noche azul de plenilunio,
cuajada de asteroides y luceros,
entre sonrisas se durmió el infante
y entre sollozos se durmió el abuelo.


                                                            Poema Casi Infantil, de: Jorge Robledo Ortiz